sábado, 2 de agosto de 2008

Charlie y la gula


Y el tío ahí se me queda, boquiabierto. Realmente no sé si pasa totalmente de lo que le digo, si está pensando si se ha acordado de sacar a descongelar el pollo o si mi poder de oratoria sigue en su línea descendente y ya balbuceo más que hablo. El caso es que llevo un rato hablando con él y no le he arrancado una sola sílaba.
El se escuda en su timidez, en su pasotismo y en que es un pez que está dentro de mi acuario y que los peces no hablan (siempre la excusa fácil). Charlie es el delegado sindical de mi pecera. Al menos, eso creo, porque es el único que se pega al cristal cuando me acerco. Estoy intentando negociar con él. Me voy unos días y la pecera se me queda sola. Estoy tratando de enseñarles el valor del ahorro como una virtud que les puede salvar la vida. Es decir, que si les doy el doble de comida, coño, que guarden algo para el día siguiente. Pero mis intentos están abocados al fracaso. Si les pongo el doble, se comen el doble. Y si es el triple, el triple que se meriendan los prendas. Hay quien dice que si les echas una cantidad desmesurada de comida revientan literalmente. Por suerte, no he llegado a comprobarlo.
Y mientras, ahí sigue el charlie absorto, impávido ante mis explicaciones y mirando obnubilado mi dedo derecho. Ya sabe el jodido que de ese dedo llueve comida.

Cuando compré la pecera no sospechaba yo el oscuro mundo interior de los peces. Creía yo, todo inocente, que con echarles comida y mantenerles limpia la casa era suficiente. Que nadarían ordenadamente por su 100*40 como si funcionaran a pilas. Pero no. No sospechaba yo que mi principal papel hacia ellos sería el de hacer de psicólogo. O mejor dicho, de piscicólogo.
Los peces son unos seres viscerales. Al menos, los míos. Son guppys casi todos. Y su principal problema es el estrés. Cuando una persona se estresa, se sepulta tres días en la cama, la emprende contra la loza de porcelana o le espeta, a su jefe, en medio de un aluvión de felipes, sobre sus muchas virtudes. Los peces son más radicales. Directamente se mueren. Si una hembra se ve demasiado acosada por sus galanes con aletas, se muere (soy testigo de que puede ser, en una pecera, un acoso 24 h., que no se entere la miembra de la Aído). Si les cambias los horarios, se estresan y se mueren. Si hay demasiada peña en el acuario, se estresan. En este caso, no se mueren; se comen a las crías, una efectiva medida contra la superpoblación. Y se muerden las aletas. Cuando hay poca comida, se comen a las crías. Y se muerden las aletas. Finalmente, si todo está al gusto de los señoritos, se dedican a follar todo el día y a parir continuamente. ¿Habéis visto alguna vez parir a un pez ?(estos son vivíparos). Salen disparados como misiles-conguito teledirigidos desde el culo de mamá peza mientras sus hermanos mayores los miran con la servilleta puesta y tenedor en mano. En fín, así es la vida de pez. Corta pero intensa. Seguramente, opinarán que nuestras vidas son largas y aburridas.

El caso es que tengo que llegar a un acuerdo con charlie para que se haga cargo de mantener el orden en mi ausencia.

Si no cuando vuelva, me puedo encontrar el acuario como un huerto cuya jardinera fuera Amy Waynehouse.

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